Reportagem sobre alguns inocentes condenados a morte que se livraram de sua execução.
El pasado 7 de julio, un juez me devolvió la libertad tras 21 años encerrado en Illinois. Pasé 13 años en el corredor de la muerte por culpa de un chivatazo falso y de una confesión que firmé tras 39 horas de tortura policial. Me llamo Ronald Kitchen".
-"Buenos días. Mi nombre es Curtis McCarty. El Estado de Oklahoma me condenó injustamente a morir. Estuve encarcelado durante 22 años. Nadie me ha compensado o pedido perdón".
-"Soy Greg Wilhoit. De Sacramento (California). Pasé cinco años en el corredor de la muerte. Me alegro de estar hoy aquí".
Birmingham (Alabama, Estados Unidos). Por la autopista 65 llegamos a los límites de la ciudad hacia el Sur. En un cruce, dos hombres-cartel anuncian pizza a 5,99 dólares. A tres manzanas, la carretera se empina y llegamos al Alta Vista Hotel, desde donde se divisa la ciudad entera. El establecimiento, una mole de color blanco construida en los años ochenta, tiene aires de lugar venido a menos y a su alrededor hay edificios enteros cerrados, dicen, por la crisis económica. Alabama es el quinto Estado más pobre del país, y la verdad es que se nota. El hotel está casi vacío. Es perfecto para una reunión tranquila.
Haciendo un círculo en una sala de conferencias se presentan, uno a uno, 21 de los 139 ex condenados a muerte que han logrado demostrar su inocencia en la historia de EE UU. Junto a los once negros, nueve blancos y un latino exonerados presentes están sus familiares, amigos y cinco militantes de Witness to Innocence -en castellano, Testigos para la Inocencia, una ONG de Filadelfia que organiza el encuentro y que fue fundada hace cinco años por la monja Helen Prejean, la mujer a la que dio vida en 1995 Susan Sarandon en la película Dead man walking (Pena de muerte, en España)-. Un total de 47 personas van tomando la palabra y, en voz alta, se dan a conocer. Para el grupo, procedente de todo EE UU, ésta es su ocasión para reencontrarse unos y darse a conocer otros. A todos les sirve para "cargar pilas", una suerte de comunión colectiva de cinco días de duración, "una reunión de antiguos alumnos", como bromeaban algunos. Es su momento privado tras un año en el que algunos de ellos no han parado de viajar y hacer campaña contra la pena capital en escuelas, universidades, iglesias... De manera excepcional, permiten que un medio de comunicación, "por ser extranjero", se sume por primera vez a su íntimo corro. Y es que algunos, como Curtis McCarty, desconfían de los periodistas estadounidenses: "Si prestaran más atención a la pena de muerte en nuestro país, si dijeran que hay cosas innecesarias, inmorales e inconstitucionales, terminarían con el problema. Pero no lo hacen".
El círculo aumenta así de tamaño: 48 y 49. Un periodista y una fotógrafa de El País Semanal accedemos a las reuniones y compartimos hotel, comida, bebida y muchas conversaciones durante cinco días de noviembre en Alabama. El sitio elegido por la ONG (cada año escogen uno distinto de la geografía norteamericana) destaca por ser uno de los Estados que se dejó hasta la sangre, en los años cincuenta y sesenta, por la igualdad racial en Estados Unidos. Ubicado en el sur del país, Alabama conserva todavía la herencia del pasado segregacionista y fundamentalista-religioso que tiene en común con otros Estados: Tejas, Florida, Oklahoma, Misuri, Georgia, Carolina del Norte y Carolina del Sur, Luisiana, Arkansas...
No es casualidad que estas regiones sureñas sean también las que concentran la gran mayoría de las ejecuciones de EE UU, el 87% del total en 2009. Pero son muertes que no generan debate social. En Alabama lo comprobamos. El único momento en que los exonerados y sus familias abandonaron el hotel en cinco días fue para acudir a las puertas del Palacio de Justicia de Birmingham, donde habían convocado una rueda de prensa. En un día soleado y agradable, sólo se presentaron dos medios: la televisión ABC News y El País Semanal. Apenas una veintena de transeúntes pararon para escucharles.
En el hotel charlamos uno a uno con los exonerados. En una sala adyacente a la que utilizaron para reunirse, los entrevistamos y fotografiamos. Compartimos unos antiguos sofás marrones junto a unos ventanales. Desde ese lugar, estas 21 personas nos explican su milagro y nos guían por el sistema carcelario, judicial y policial estadounidense. El goteo de testimonios dibuja una situación general llena de lugares comunes: corrupción, maltrato, secuelas, racismo... Poco a poco ponemos caras al horror.
La de Derrick Jamison es inolvidable. Este afroamericano de Ohio de 48 años y aspecto de rapero mira a cámara. Sonríe pacientemente con dientes de oro, luce brillantes, anillos y todo tipo de bisutería. Su gorra de los Cincinnatti Reds de béisbol delata su procedencia y su afición al deporte. Con él hablamos también de baloncesto. Se declara fan de LeBron James y sus Cavaliers de Cleveland, la otra gran ciudad de su Estado. Derrick es un tipo que al hablar despierta cariño, lo hace pausado, como un niño en la piel de un adulto, con una extraña paz que casi todos los rescatados del corredor contagian al estar a su alrededor. Como si estuvieran ya por encima del sufrimiento, al que Derrick venció y conoce bien: "Estuve a una hora de ser ejecutado, sólo a una hora de estar muerto, una hora para ser asesinado. Porque eso es lo que querían hacer. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? Estuve a una sola hora de que me mataran", dice clavando sus ojos. Fue el peor momento de sus 17 años en el corredor, el día más crítico de su vida, el de su fecha de caducidad.
En 1985 había sido acusado y condenado a muerte por el asesinato de un camarero en su ciudad. Pero Derrick siempre mantuvo su inocencia. En el camino para demostrarla tuvo que bregarse contra un perezoso sistema de apelaciones. Llegaron a ofrecerle la perpetua a cambio de que admitiera el crimen. No aceptó. No podía, a pesar de que convivía día a día con la amenaza de su propio asesinato legal, porque se sabía inocente. El proceso judicial se alargó y fue tan lento que tuvo que esperar a 2002 para que un juez reconociera que se le había de juzgar de nuevo y le sacara del corredor. Entonces se supieron dos cosas. Una, que otro acusado de dudoso historial había recibido una reducción de condena en su día a cambio de testificar contra Derrick. Y dos, que el fiscal había ocultado premeditadamente declaraciones vitales de varios testigos presenciales del crimen que contradecían a ese falso soplón. En definitiva, nunca hubo pruebas contra él, sino todo lo contrario. Jamison quedó finalmente libre en 2005. Veinte años después de una condena injusta: inocente. No le han indemnizado.
Derrick, que describe su primer día en la calle "como el de un niño el día antes de Navidad", tuvo mucha suerte. Pertenece al club de 139 excarcelados (sólo una mujer entre ellos y un español, Joaquín José Martínez) liberados del corredor de la muerte en el que nunca debieron entrar. A pesar de esa desgracia, ellos se consideran generalmente afortunados. Y es que, según las cifras más conservadoras, al menos ocho inocentes han sido ejecutados desde 1976, cuando se reinstauró la pena de muerte en EE UU tras cuatro años de pausa por el caso de un condenado en Georgia que había llegado al Supremo. Tras aquella última gran oportunidad de eliminar la pena capital, EE UU ha liquidado a 1.188 personas mediante diversos métodos. El dato es del pasado 29 de diciembre, pero el goteo sigue, a medida que las inyecciones letales o las sillas eléctricas hacen su trabajo. En Internet hay macabros calendarios con previsiones, nombres y apellidos. Para 2010 se esperan seis muertes en enero, tres en febrero... Estados Unidos es el cuarto país con más ejecuciones, tras China, Irán y Arabia Saudí.
el movimiento abolicionista en EE UU tiene enorme mérito porque lucha contracorriente. "A veces es una batalla solitaria. Sobre todo en el Sur, en el corazón de la pena de muerte, donde se va muy por detrás del resto del país en cuanto a la sensibilización. De todas maneras, si bien en los años ochenta era frustrante estar en contra de la pena de muerte, en los noventa las cosas empezaron a cambiar por la aparición de más y más casos de inocentes en prisión. El movimiento ha crecido", opina Kurt Rosenberg, uno de los activistas presentes en Alabama y que tomó las riendas de Witness to Innocence al poco de que la monja Helen Prejean fundara la organización. Si bien los últimos tres años han sido positivos, ya que Nuevo México (2009), Nueva York (2007) y Nueva Jersey (2007) han eliminado la pena capital de sus territorios y roto una mala racha que duraba 23 años (Massachusetts y Rhode Island habían sido los últimos en abolirla en 1984), todavía 35 Estados (de 50) mantienen las sentencias de muerte en sus códigos penales con un apoyo popular abrumador. Según una encuesta reciente de Gallup, un 65% de los estadounidenses está a favor, frente a un 31% que se opone. Aunque la diferencia sea aún abismal, es, sin embargo, de las más estrechas desde los años setenta y coincide con el aumento de casos de inocentes excarcelados en los últimos años. En 2009 han salido nueve personas del corredor, la misma cifra que en 2000. Sólo el año 2003, con 12 exonerados, les supera. El contador avanza cada vez más rápido, sobre todo gracias a la proliferación de las pruebas de ADN. The Innocence Project, una organización fundada en 1992, ha probado con ese método la inocencia de 248 personas (algunas en el corredor y otras no), demostrando una y otra vez que EE UU tiene un problema. El último caso es el de un hombre condenado a cadena perpetua en Florida, liberado el pasado 17 de diciembre tras 35 años encerrado, un récord en cuanto a permanencia en la cárcel de un inocente.
¿Y la vida tras la cárcel, qué? Al salir hay dificultades económicas, sociales, familiares, de salud... Sentado en una silla de ruedas que parece quedarle pequeña, Paul House, un hombre corpulento de 48 años liberado a mediados de 2009 gracias precisamente a The Innocence Project, habla con dificultades. Su madre, Joyce, hace de portavoz casi todo el tiempo: "¡Me enfado cuando alguien dice que en el corredor hay atención médica!". Su hijo, con una medio sonrisa muy atrofiada por la falta de cuidados dentales en prisión, corrobora: "Bullshit!" (una palabra soez que significa "mentira"). Paul estuvo 22 años encarcelado en el corredor de Tennessee. Los últimos 10, afectado por una esclerosis múltiple, encerrado las 24 horas del día en su celda, donde comía y hacía sus necesidades. Apenas podía moverse o hablar. Ningún guarda se esforzó en sacarle de su cuadrilátero, aunque sólo fuera en la única hora diaria a la que tenía derecho, esposado, al patio.
"Empezó a tener problemas de equilibrio. Él pensaba que sería por una infección de oído. Pero en una de las visitas, otro preso se acercó y me dijo: "Señora House, algo le pasa a su hijo. Le he visto apoyarse en las paredes para no caerse". A la mañana siguiente llamé a mi abogado. Nos costó dos años que un médico entrara a diagnosticarle su enfermedad. Así que los otros presos se ocuparon de él". Paul afirma a trompicones: "Sé que suena extraño, pero conocí a verdaderos buenos tíos en el corredor". Tras el diagnóstico, continúa la madre, la prisión sólo le dio vitaminas y paracetamol. La batalla legal por las inyecciones que necesitaba fue ardua. Tiempo perdido que deterioró la salud de Paul en medio del desinterés por parte de las autoridades de Tennessee.
A 800 kilómetros de él, Nathson Fields, otro inocente, vivía condenado a muerte en Illinois. Nate, un negro de Chicago lleno de energía y vitalidad, explica los motivos de esa desatención y comprobamos que lo sucedido a Paul en Tennessee no fue una anomalía, sino un sistema carcelario: "Su mentalidad es... ¿por qué deberíamos darte atención médica si te vamos a matar de todos modos?.... En el corredor, como mucho te dan un par de aspirinas". A Nate, que pasó 18 años en la cárcel, 11 de ellos condenado a muerte por un crimen que no cometió, su cabeza le explota de recuerdos. Es su postortura psicológica: "Recuerdo cada día las ejecuciones, a los amigos que vi pasar junto a mi celda de camino a su muerte. Recuerdo estar en la sala de visitas y ver a uno de mis amigos despidiéndose de su madre y sus niños, todos llorando porque sólo le quedaban dos días para su ejecución. Algunos se volvían locos. No aguantaban. Hablaban solos. Dejaban de lavarse. Otros se suicidaban. Un día, uno de ellos me dijo: "Nate, te voy a echar de menos". No entendí nada. Al día siguiente le encontraron ahorcado. Otra vez, un tipo cayó fulminado en el patio. Pedimos un médico. Nadie hizo nada. Se recuperó... pero no le hicieron un escáner. ¡Y adivina! Al mes murió de un aneurisma".
A Nate, claramente la cárcel le hizo más fuerte. Llora al recordar el día que le comunicaron que su madre había muerto: "Ese día pensé: "esto es todo, éste es mi final". Pero incluso a eso se pudo recomponer. No cayó ante la presión de la espera de lo inevitable: "No sé cómo lo conseguí. Creo que resistí porque sabía que era inocente. En el instituto fui campeón de lucha. Crecí peleando". La familia, los amigos, la fe religiosa o la lectura son otros de los salvavidas de los 21 de Alabama. Otros encarcelados no aguantan. Desde 1976, un 11% de las ejecuciones han sido voluntarias, presos que no podían más y renunciaron a todas las apelaciones. Para enero de 2010 se esperan dos casos.
Otro tipo endurecido en prisión es Curtis McCarty, blanco, con perilla, ojos claros y cabeza afeitada. Pasó 22 años en la cárcel, 16 en el corredor de Oklahoma. Eso es un poquito menos de la mitad de su vida entre rejas. A pesar de haber estado tanto tiempo al margen de la sociedad, demuestra conocerla en cada reflexión. Su relato, su mirada y sus lágrimas nos golpean: "Deberías ver lo que les ocurre a esos tíos cuando su tiempo se acorta, cuando les dicen que tienen que empaquetar sus cosas para enviarlas a sus familias porque la ejecución es inminente". En la pared, los calendarios marcan los días que le quedan a cada uno, un tictac psicológico insoportable. Saben, con unos meses de antelación, su fecha exacta: "Mataron a mi mejor amigo. Billy y yo compartimos celda los 11 últimos años de su vida. Era un buen chaval". Cuando Curtis habla, lo hace intercalando silencios, buscando unas palabras que en realidad tiene muy claras. Es un tipo con una doble vertiente. Su corazón está dolorido, pero al tiempo es un hombre alegre, que ríe y tiene un gran sentido del humor. De hecho, es un gran placer compartir unas cervezas con él y su novia, Amy. Mientras ella habla, él no para de hacer fotos con una pequeña cámara, como si quisiera documentar cada instante de su vida para que no se le olvide. De hecho, reconoce, tiene problemas para recordar las cosas, una de las consecuencias que muchos padecen tras años sin obligaciones tan sencillas como pagar una factura.
Pero Curtis se pone serio y llora cuando destapa sus recuerdos más duros. "Cuando mataron a Billy, mi tiempo también se acababa. No estaba de humor para ninguna mierda. Varios presos pensamos en hacer una huelga de hambre para protestar. Nos iban a matar igual. Que os jodan, no podéis tratarnos así", pensaba. Un golpe de suerte en su momento anímico más bajo lo sacó del corredor: el FBI estaba investigando irregularidades en el laboratorio de la policía de Oklahoma City. Un anónimo había enviado una lista a los federales con ocho casos, entre los que estaba el suyo, para que los reinvestigaran. Se supo que aquel laboratorio había falsificado pruebas durante años, y gracias al ADN, Curtis pudo probar su inocencia. Preguntado por si ama a su país, calla en un impás eterno, se atusa la perilla, mira al horizonte y musita tajante: "No".
el himno estadounidense habla de "la tierra de los libres", pero paradójicamente pocos americanos han sido compensados por el error judicial que los encarceló. Tras años perdidos, algunos están endeudados, la mayoría tiene nulas o difíciles perspectivas laborales, otros son alcohólicos y todos sufren estrés postraumático. Con ese panorama, la ayuda gubernamental es mínima y casi todo el apoyo se acaba sustentando en las redes familiares y de amigos.
"He gastado 220.000 dólares en abogados. Vendí mi casa, mi granja, mis coches. Todo lo que tenía. Incluso mis familiares hipotecaron sus hogares", explica Randall Padgett, ex convicto, inocente en el corredor de Alabama durante cinco años. Hablamos con él ante las puertas del Palacio de Justicia de Birmingham. Sonríe porque ya no está en prisión, pero explica con cara de circunstancias que ahora está arruinado por las deudas generadas por su paso por el corredor. Pero resulta que o se gastaba el dinero en sus propios abogados, o quizá hubiera muerto. El letrado que le puso el Estado le reconoció que no iba a luchar demasiado. Era un caso por el que apenas iba a cobrar unos dólares. Para Randall y el resto, conseguir un trabajo es dificilísimo. Hoy peor aún que nunca, debido a la crisis económica. Son personas sin experiencia laboral durante años y en su expediente consta su paso por prisión. A pesar de la inocencia, casi ningún entrevistador se anima a darles una oportunidad.
No hay datos generales, pero de las 21 personas que conoció El País Semanal, sólo a dos se les han reconocido indemnizaciones millonarias. A John Thompson, un tipo de habla y risa nerviosas, un juez le ha concedido 14 millones por sus 18 años en prisión. Todavía no ha cobrado. El Estado de Luisiana está peleando con Nueva Orleans para compartir la factura. Mientras, John no ha perdido el tiempo. Ha fundado una ONG y ha comprado una casa en la ciudad, donde acoge a todos los exonerados que necesiten ayuda, estuvieran o no condenados a morir. El que sí cobró fue Ray Krone, cuatro millones por 10 años: lo invirtió en su granja, y no le va mal. Mientras, hay casos como el de Ron Keine. Un juez estableció que 5.000 dólares era el precio por dos años en el corredor. O peor: a Juan Meléndez, la prisión le dio un pantalón, una camisa y 100 dólares cuando lo liberaron tras casi dos décadas encerrado.
En el círculo de Alabama se explica, sobre todo para los nuevos, que sólo 27 de los 35 Estados con pena capital tienen leyes de compensación. Pero son incompletas, no se utilizan en la práctica, o sólo sirven para casos de ADN. A nivel nacional, existe una ley para presos federales que contempla 50.000 dólares por año erróneo en prisión, aunque nunca se ha aplicado, porque nunca ha habido un exonerado federal. El Congreso norteamericano debate ahora una ley nacional para los casos estatales, unos 500, incluidos los 139 que salieron del corredor. Sin embargo, la propuesta, apoyada de momento sólo por 52 de los 435 congresistas, es infinitamente menos generosa que la ley federal: habla de dos años de ayuda económica no directa a las víctimas, a través de ONG que decidirían una por una. Al explicarse esto, la sala de reuniones del hotel se llenó de comentarios de desaprobación.
¿Cómo es posible que en un país como Estados Unidos haya habido al menos 139 personas condenadas a muerte siendo inocentes? Caso tras caso, se repiten varias circunstancias. Policías que ocultan o destruyen pruebas, mala praxis de los fiscales, perjurios, abogados de oficio sin experiencia y con bajos sueldos, soplones que sólo actúan en su propio interés... "Los motivos son políticos. Dicen que necesitamos calles seguras. Ponen a los fiscales en una situación de obligación de ganar. La meta de cualquier abogado es convertirse en juez. Para lograrlo necesitan un porcentaje alto de victorias. Algunos llegan al 80%. Es imposible conseguirlo sin haber hecho algo ilegal", opina John, ya de noche, en el exterior del hotel.
Para colmo, cuando se demuestran los errores, todos se lavan las manos: "Nadie quiere admitirlos. Están en juego muchas carreras y pensiones", explica Randy Steidl, que pasó casi 18 años encerrado en Illinois (12 de ellos, condenado a morir) y que superó dos fechas de ejecución. La última, por sólo seis semanas. Su libertad llegó de manera sorprendente. Los estudiantes de Derecho de la Universidad Northwestern de Chicago revisaron su caso como trabajo de clase. Ellos, "junto con la honestidad" de un policía estatal, demostraron que Randy y otro encarcelado no eran culpables del asesinato de una pareja en un pequeño pueblo en 1986.
En 2003, un año antes de quedar Randy libre, el entonces gobernador de Illinois, George Ryan, eligió esa universidad, no por casualidad, para anunciar que conmutaba la pena de muerte por cadena perpetua a los 167 presos que estaban entonces en el corredor del Estado. La medida perseguía evitar errores irremediables y venía a reconocer que la pena capital se tambaleaba en su territorio. Y es que Illinois, que no ha ejecutado a nadie desde 1999, tiene un historial terrorífico en cuanto a corrupción y equivocaciones. Cuando Ryan tomó esa decisión, muchos problemas ya se conocían o intuían. Uno de los casos más escandalosos fue el del juez Thomas Maloney, que apañó al menos cuatro de sus juicios a cambio de sobornos entre 1977 y 1990. Su carrera judicial, ligada al crimen organizado, terminó cuando una investigación del FBI destapó sus prácticas. En 1993 fue condenado y pasó 12 años en prisión. Poco después de salir, murió. Tenía 83 años.
Perry Cobb, condenado por Maloney en 1979, describe al juez: "Era blanco y muy racista. Toda la gente que metía al corredor o a la cárcel éramos negros". Los afroamericanos tienen, estadísticamente, más probabilidades de ser condenados a muerte: en 2008 representaban un 41% de los presos del corredor, a pesar de ser menos de un 13% entre la población de EE UU, según el Departamento del Censo de ese país. Perry nunca olvidará lo que perdió: "Fue devastador en mis hijos. Me alejó de mi familia. Tenía una mujer, de la que estaba profundamente enamorado. Me costó año y medio convencerla, con la ayuda de mi padre, para que se divorciara de mí. Ella estaba a punto de morir de los nervios y no quería que criara así a nuestros hijos. Le pedí que se concentrara en ellos. Una de mis hijas fue violada cuando tenía 11 años. ¿Dónde estaba su papi? No le pude ayudar", lamenta.
Uno de los cuatro juicios apañados por Maloney fue el que le costó 18 años de cárcel a Nate Fields, también negro, como Cobb. Pero aunque Nate entró en el corredor en 1986 y la condena al juez llegó en 1993, su caso no obtuvo una revisión automática y siguió en prisión diez años más: "Este juez había enviado a cientos de personas a la cárcel. Sabían que tendrían que repetir muchos juicios y no querían. Así que preferían ejecutarme antes que revisar mi caso". Nate logró que un juez fijara en 1998 una fianza de un millón de dólares para su libertad, mientras se esperaba el juicio definitivo. No tenía tanto dinero, pero en 2003, otro preso amigo suyo lo pagó por él y Nate salió libre. Tras seis años en la calle, finalmente un juez de Chicago le declaró inocente el pasado abril.
La falta de escrúpulos en Illinois también ha sacudido a la policía. El ex jefe del cuerpo de Chicago Jon G. Burge fue apartado de su puesto a principios de los noventa tras una investigación interna que reveló que había estado involucrado en al menos 50 graves casos de tortura. Hasta hoy, Burge sólo ha pagado los hechos con aquel despido. Pero Ronald Kitchen, en libertad desde el pasado 7 de julio, tiene metido en la cabeza que la persona que ordenó machacarle durante 39 horas, hasta que firmó la confesión de un crimen que no cometió, acabe entre rejas. Este afroamericano sonríe hoy eufórico y se abraza a cada rato a su novia, Katina. "Soy feliz. Y cada día que pasa lo estoy un poco más", afirma tras 21 años encarcelado, 13 de ellos condenado a morir. De su primer día en libertad, señalaba en Alabama, recuerda que abrazó a su hijo de 20 años por primera vez y que después se comió un helado. En 1988, Ronald era un traficante de drogas, según reconoce él mismo. Entonces, un falso soplón le acusó del asesinato de dos mujeres y tres niños. El tipo estaba encarcelado entonces y recibió una reducción posterior de su condena. Era el cuñado del primo de Ronald. Seguramente, opina, todo fue una trampa para librarse de él. Sin más pruebas que la palabra del chivato, Ronald terminó, tortura mediante, en el corredor. Libre tras dos décadas y con un imperturbable buen rollo, asegura que de momento sólo quiere disfrutar del día a día. Sólo pone excusas a jugar a baloncesto porque le recuerda a su ocio en prisión.
Un chivatazo falso fue lo que también condenó a Albert Burrell en 1987, éste en el Estado de Luisiana. Este hombre humilde, amable y con look de cowboy, cuenta su increíble historia con un hilillo de voz. Tras divorciarse de su mujer, Albert había logrado la custodia del hijo que tenían, Charles, de cinco años. El asesinato de una pareja en la zona fue la ocasión perfecta para la ex, que telefoneó al sheriff y dijo que su antiguo marido era el asesino. Sin pruebas ni testigos, basándose sólo en la mentira de una mujer despechada, policía y juez creyeron la versión. O quisieron creerla, agobiados por la presión social por resolver el crimen. Albert pasó los siguientes 13 años en el corredor de Angola, una de las cárceles más duras de EE UU, y su ex recuperó la custodia del niño. Albert, que había vivido internado en un centro psiquiátrico desde los siete hasta los 16 por una deficiencia mental, fue un blanco perfecto, pues no sabe leer ni escribir, y sus recursos culturales son mínimos. Sólo la ayuda desinteresada de dos abogados de Minneapolis que supieron de su caso le sacaron de la cárcel. Hoy se gana la vida, por 10 dólares la hora, en una granja de Tejas. Para rizar el rizo de su desgracia, el hermano de Albert terminó casándose con su antigua esposa, sobre la que no ha caído la justicia por acusarle en falso. No se habla con ellos, y de su hijo no tiene ni rastro. Sabe que se cambió el nombre y poco más. Albert lo perdió todo. Pero dice, mientras bebe una cerveza, que se siente "muy afortunado".
De hecho, lo es. "Hay 139 exonerados. Solamente estamos 21 aquí. El resto: suicidios, drogadicción, alcohol... Otros no quieren recordar. Los que llevamos más tiempo fuera intentamos ayudar a los recién salidos. Les decimos: si te has quedado sin un dólar y vas a robar... llámame. Si tienes hambre, llámame. Antes de equivocarte, llámame", subraya Ron Keine, otro ex convicto. Él cree que los norteamericanos no son conscientes de que su sistema judicial está roto: "Esto le puede suceder a cualquiera. Pero no lo saben porque nunca han tenido que lidiar con él. Creen que no deben preocuparse porque nunca cometerán un crimen".
Según Gallup, un tercio de los norteamericanos que apoyan la pena capital piensa que su país ha ejecutado a inocentes, pero aun así consideran que son daños colaterales que vale la pena asumir para luchar contra el crimen. Sin embargo, en otra encuesta, ésta de Harris, un 41% de los estadounidenses rechaza que la pena de muerte reduzca los delitos. Aparte del riesgo a equivocarse, la crisis económica podría ser ahora el aliado perfecto para los abolicionistas. El corredor de la muerte es demasiado caro comparado con una cadena perpetua, ya que en el primer caso los presos tienen derecho a todas las apelaciones, nueve pasos que aumentan la factura a la par que alargan la agonía años. Por ello, en algunos sectores de población está calando la idea del ahorro, aunque en el lado de algunos abogados todo se ve distinto, ya que el sistema es un negocio bastante lucrativo y muchos no quieren que desaparezca.
Los fríos números son bastante más calientes cuando se les pone rostro, nombre y apellidos. En el "exclusivo club" de 139 norteamericanos rescatados de la muerte, la palabra esperanza tiene un significado particular. "En el corredor, la esperanza te podía matar. Cualquier cosa buena que esperaras... si no llegaba... ¡uf! Hoy me enfrento a todo como si fuera a pasar lo peor, pero esperando lo mejor. Y sorprendentemente, lo mejor suele ocurrir", asegura un nervioso Greg Wilhoit, que todavía no ha podido superar el alcoholismo en el que se metió tras recuperar su libertad.
Tras cinco días compartiendo hotel, comida, bebida, reuniones y conversaciones con 21 personas que a punto estuvieron de morir por crímenes que no hicieron, llega el momento de las despedidas. Shujaa Graham es un afroamericano al que le puede la emoción. Con lágrimas en los ojos, nos da las gracias y repite luchador: "I'm a soldier" ("Soy un soldado"). Su mujer, Phyllis, la enfermera blanca de la que se enamoró en prisión, había cerrado las jornadas de reuniones en Alabama cantando un emocionante estribillo de los años de la esclavitud en el Sur. La letra también sirve a los exonerados. El corro unió sus manos primero, dio palmas después y cantó al unísono: "We who believe in freedom cannot rest!" ("¡Nosotros que creemos en la libertad no podemos descansar!").
Shujaa nos regala una camiseta con la cara de Cameron Todd Willingham, el último caso conocido de un inocente ejecutado, el 17 de febrero de 2004, en Tejas. Le habían ofrecido la perpetua, pero la rechazó convencido de que se sabría la verdad. En la parte trasera de la prenda, las últimas palabras del reo: "Soy un hombre inocente, condenado por un crimen que no cometí. He sido perseguido durante 12 años por algo que no hice". Minutos después, una inyección letal paralizó su corazón. La verdad llegó demasiado tarde, el pasado verano. Willingham debería haber estado en Alabama.
Fonte: ElPaís.com
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